La certeza de los omniscientes
Me huelo el sobaco y me rasco con las manos sucias, se queja mi panza justo cuando lo veo bajarse del automóvil limpito, con apuro y sin sospechar mi presencia. Ni siquiera es necesario arrimarme a la sombra de la columna porque sé que a pesar de encontrarme desparramado en el pasto no me ve. Él no me nota. Sus pensamientos siempre están donde él no. Y esta vez no es distinto. Estiro el pescuezo para comprobar lo que ya sé: entra sonriente, tiene la billetera gorda en mano, la frente en alto, mirándolos a todos insistentemente a los ojos con sonrisa complaciente, aunque jamás se detiene a pensar en cada empleado. Su cabeza siempre está en otro lado. Me dirá que no tiene nada para darme, mejor me voy a hurgar.
-Tremendo gil -pienso.
Y al bajar del cachilo manoteo en el desorden del asiento de atrás mi billetera (un continente de documentos vencidos y tarjetas con poco saldo). Fui consciente de cada paso, de la textura de mi raída billetera y caminé hacia el comercio. Supe desde el principio que él estaría junto a la columna. No me notó. Si tuviera algo que ofrecerle… Únicamente atento a sí mismo se olía el sobaco y se rascaba. Lo dejé atrás, sabiendo que se quedaría inmóvil todo el día. Una vez dentro del local, deseé que me tragara la tierra, una sonrisa nerviosa se me escapó, sentí que cada persona harta de trabajar en ese comercio me evitaba, no me atreví a verlos a los ojos porque me asediaba una profunda vergüenza de comprar los comestibles con la tarjeta de crédito. Por la ventana corroboré que él, libre de toda opresión, con la cabeza en otro lado, no se levantaría del césped, se quedaría en paz, sin preocupaciones que resolver, sin esta sensación de nervios en el estómago.
-Qué crá -envidié.
Te olerás los sobacos y te bajarás del auto. Sabrás lo que pienso.